Y por fin descubres que necesitas
de otros para volverte a encontrar. La autosuficiencia es una utopía. Necesitas
de otros para que ayuden a recoger los pedacitos de vida que dejaste regados en
el bar, en la cama, en la feria, en una cancha de fútbol o en un aeropuerto.
Andaste incompleto casi un año pensando
que podías seguir sosteniéndote con retazos de intentos fallidos pegados con
babas a tu cuerpo. “Al fin y al cabo lo importante es lucir que nada pasa. Una
sonrisa convincente y un discurso brillante es lo que vale”, esa fue la filosofía,
el leitmotiv que parecía triunfar adonde quiera que fueras.
Veías a los demás como compañeros
de vida que no deben saber más de la cuenta porque al final puede salir cara y
te dejan pagándola solo. Digamos que funcionaban como distractores en momentos
específicos ¡Qué grave error! Estudiar una humanidad para rechazarla, utilizarla
y verla como amenaza. Pero te diste cuenta y ahora confías, luego de perder
toda esperanza, no te auguras éxito, pero por lo menos, en este instante, no te
sientes solo.
Pensaste que perdonar es asunto
sencillo, que poner la otra mejilla para que la vida te cachetee se puede lograr
sin sentir ahogo de rabia en el pecho. Te confiaste de ti mismo, te tomaste
demasiado en serio y perdiste tiempo, tiempo, tiempo que ya no tienes en el que
decidiste mal, acumulaste rencores y te quedaste sin refuerzos para asegurar la
caja de pandora que terminó por explotar, en tu interior.
Ahora te tiemblan las piernas
cuando ella se acerca, tu corazón late a mil al verla de la mano con quien
representa su nueva esperanza. Entrelazas las manos y las mueves como queriendo
arrancarte la piel. Te sientes chiquitico, del tamaño de una migaja de pan, corres
buscando aire, sientes que tus pulmones evitan trabajar, se te arman nudos en
el cuello y en las palabras, los recuerdos se vuelven lanzas que atraviesan tu
taquicárdico corazón y de repente, sin el mayor aviso reconoces: no quiero que
las cosas sean así. De a poco la tensión arterial decrece, exhalas desesperanza
inhalas paz “Tengo que ser fuerte, firme” te dices a ti mismo. Miras un espejo
y esperas a que la llovizna desatada en tus pupilas se detenga, presencias la
plenitud de unos ojos sinceros que se han mostrado desnudos ante cualquiera que
se haya cruzado por tu camino en el instante en que solo existías tú, y tu
dolor.
En este momento eres un
rompecabezas imposible de armar. Haz perdido la imagen que te indica dónde
acomodar cada pieza. Vuelves a tu hogar, ese en el que habitan tus amigos, tu
familia y Dios. Cada uno de ellos te recuerda la forma que debes lograr, otros
te sugieren que abandones un par de piezas inservibles que solo deformaban tu
figura; y algunos pocos, tienen en su poder las fichas que estructuran tu vida.
Hablas con ellos, recuperas unas pocas y recibes otro par que aún no sabes en
dónde encajar, pero que sin duda le hallarás lugar.
Que no te avergüence sentirte
incompleto, porque pasaste meses creyendo que eras sólido y que nada te
derrumbaría. Prefiero verte desmoronado y con la convicción de volverte a
armar, que seguir mirando cómo caminas con pasos falsos, destruido y sin nadie
que te diga: algo pasa contigo.
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