jueves, 1 de noviembre de 2012

Dos Caras


Luis se quita la media máscara que usa, pasa sus manos por el rostro, se toca las heridas, los huecos, la humedad de su cara.

Se levanta de la cama, camina hacia el baño y en el espejo sucio intenta detallar su deformidad. Jamás ha limpiado el vidrio porque no le gusta verse con nitidez, evita los cristales, el reflejo del agua, se da asco.

Esta vez coge un pedazo de papel higiénico, lo humedece y frota con suavidad el espejo que de a poco va soltando el mugre y la imagen que al principio era borrosa logra tornarse nítida. Arroja el pedazo de papel completamente negro al inodoro, pone sus manos sobre el lavamanos e intenta subir la cabeza, lo hace con timidez, con miedo, hace 4 años no es capaz de verse. Lágrimas comienzan a salir de sus ojos, una de ellas se desliza sobre la tez blanca y suave de la mitad de su cara, la otra  se acumula en el hueco donde debería estar el pómulo.
Su respiración se acelera, las manos le sudan y resbalan del lavábamos pero a los pocos segundos las vuelve a acomodar. Apaga la vista, piensa en la imagen que carcome sus sueños cada noche: la mitad de su rostro desfigurándose mientras le cae aceite hirviendo. Levanta el cuello y está frente al espejo, pero sin verlo, quiere hacerlo, hoy es su día. Siente en el pecho una presión que hiere, que lo hace llorar más. Suspira y expulsando el temor de verse abre los ojos de un tajazo, los abre tanto que no le impresiona ver la carne que le palpita en contraste con la otra mitad de su cara, no le importa que los tejidos rojos mostraran lo horrible que es el ser humano bajo la piel, él se concentra en sus ojos, grandes, azules, uno más azul que el otro, pero hermosos.

Despacio baja la mirada y con sus manos acompaña el recorrido de la vista. Primero siente el párpado muerto del ojo derecho, desliza sus dedos por las pestañas que no tiene hasta llegar al cráter que se dibuja en lugar del pómulo, ahí seca las lágrimas que hace un momento quedaron estancadas. Continúa bajando la mano y llega hasta el labio carcomido por el aceite hirviendo, toca los pedazos que quedan de él y sonríe para emparejar su rostro. Disfruta hacerlo, ríe para ver cómo su cara funciona como un rompecabezas que necesita enderezar las piezas para formar una figura, en verdad era divertido, “Sonríe: Ahí hay alguien, no sonríe: Ya no hay nadie” “Sonríe: Ahí hay alguien, no sonríe: Ya no hay nadie” repite.

Saca un peine de la gaveta destartalada que está al abrir el espejo, cepilla su liso y negro cabello hacia atrás, varias veces hasta que se le notan las entradas. Va al clóset y se viste con un jean gris roto quemado por parches para la ocasión, se coloca zapatos negros que brillan de nuevos. Aún no se viste el torso,  busca en el rincón del cuarto la camisa negra que desechó la semana pasada porque dos perros callejeros lo atacaron para quitarle el pan que llevaba en una bolsa, la levanta del suelo y se la pone, luego se coloca una chaqueta gris, igualmente quemada para que combine con el pantalón.

Sale del cuarto, mira hacia atrás y su vista se queda fija en la media máscara que estaba sobre la cama y debía ocultarle al mundo la horrorosa mitad muerta de su rostro, regresa por ella y se detiene en la mitad del cuarto “¿La llevó o no la llevo?” pensó. Decide rápido y da media vuelta, sale del cuarto sin la máscara.

Llega al club más exclusivo de la ciudad donde lo dejan entrar sin preguntar quién es. No es rico ni famoso, pero esa noche baila y bebe con las celebridades de Bogotá.

Al fin y al cabo es Halloween, el único día en que su rostro abre las puertas que los demás días le cierran.

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