Luis se quita la media máscara
que usa, pasa sus manos por el rostro, se toca las heridas, los huecos, la
humedad de su cara.
Se levanta de la cama, camina
hacia el baño y en el espejo sucio intenta detallar su deformidad. Jamás ha
limpiado el vidrio porque no le gusta verse con nitidez, evita los cristales,
el reflejo del agua, se da asco.
Esta vez coge un pedazo de papel
higiénico, lo humedece y frota con suavidad el espejo que de a poco va soltando
el mugre y la imagen que al principio era borrosa logra tornarse nítida. Arroja
el pedazo de papel completamente negro al inodoro, pone sus manos sobre el
lavamanos e intenta subir la cabeza, lo hace con timidez, con miedo, hace 4
años no es capaz de verse. Lágrimas comienzan a salir de sus ojos, una de ellas
se desliza sobre la tez blanca y suave de la mitad de su cara, la otra se acumula en el hueco donde debería estar el
pómulo.
Su respiración se acelera, las
manos le sudan y resbalan del lavábamos pero a los pocos segundos las vuelve a
acomodar. Apaga la vista, piensa en la imagen que carcome sus sueños cada
noche: la mitad de su rostro desfigurándose mientras le cae aceite hirviendo. Levanta
el cuello y está frente al espejo, pero sin verlo, quiere hacerlo, hoy es su
día. Siente en el pecho una presión que hiere, que lo hace llorar más. Suspira
y expulsando el temor de verse abre los ojos de un tajazo, los abre tanto que
no le impresiona ver la carne que le palpita en contraste con la otra mitad de
su cara, no le importa que los tejidos rojos mostraran lo horrible que es el ser
humano bajo la piel, él se concentra en sus ojos, grandes, azules, uno más azul
que el otro, pero hermosos.
Despacio baja la mirada y con sus
manos acompaña el recorrido de la vista. Primero siente el párpado muerto del
ojo derecho, desliza sus dedos por las pestañas que no tiene hasta llegar al
cráter que se dibuja en lugar del pómulo, ahí seca las lágrimas que hace un
momento quedaron estancadas. Continúa bajando la mano y llega hasta el labio
carcomido por el aceite hirviendo, toca los pedazos que quedan de él y sonríe
para emparejar su rostro. Disfruta hacerlo, ríe para ver cómo su cara funciona
como un rompecabezas que necesita enderezar las piezas para formar una figura,
en verdad era divertido, “Sonríe: Ahí hay alguien, no sonríe: Ya no hay nadie” “Sonríe:
Ahí hay alguien, no sonríe: Ya no hay nadie” repite.
Saca un peine de la gaveta destartalada
que está al abrir el espejo, cepilla su liso y negro cabello hacia atrás,
varias veces hasta que se le notan las entradas. Va al clóset y se viste con un
jean gris roto quemado por parches para la ocasión, se coloca zapatos negros
que brillan de nuevos. Aún no se viste el torso, busca en el rincón del cuarto la camisa negra
que desechó la semana pasada porque dos perros callejeros lo atacaron para
quitarle el pan que llevaba en una bolsa, la levanta del suelo y se la pone,
luego se coloca una chaqueta gris, igualmente quemada para que combine con el
pantalón.
Sale del cuarto, mira hacia atrás
y su vista se queda fija en la media máscara que estaba sobre la cama y debía ocultarle al mundo la horrorosa mitad muerta de su rostro, regresa por ella y se detiene en la
mitad del cuarto “¿La llevó o no la llevo?” pensó. Decide rápido y da media
vuelta, sale del cuarto sin la máscara.
Llega al club más exclusivo de la
ciudad donde lo dejan entrar sin preguntar quién es. No es rico ni famoso, pero
esa noche baila y bebe con las celebridades de Bogotá.
Al fin y al cabo es Halloween, el
único día en que su rostro abre las puertas que los demás días le cierran.
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