Hace más de tres horas llueve en
el centro de Bogotá, a veces arrecian tormentas que en segundos se transforman
en pequeños chubascos, caen rayos que iluminan la penumbra de una calle visible
gracias a uno que otro poste de luz que funciona. Seres con cuerpos de ensueño
se ven obligados a ocultarse bajo el foco de un bombillo que poco alumbra, a no
salir del pasillo que da entrada al motel.
Andrés ha intentado encender el
Piel Roja tres veces hasta que se detiene, lo cubre con sus manos como diciendo
un secreto y tras varias succiones rápidas logra mantenerlo fumable. Tiene
veintiún años, hace cuatro meses no tiene sexo y ya había ido adonde las putas, en el norte de
Bogotá, pero era la primera vez que iría al Barrio Santa fe, centro comercial
de sexo y repuestos de automóviles.
“No hay que meterle misterio a ir
donde las putas” dice mientras sus piernas forradas en un blue jean emparamado
andan por la calle 19 con carrera 10ma. El panorama no es alentador, el frío se
cuela por la tela delgada del zapato y congela los pies, la lluvia inunda las
calles, los andenes y las ganas de salir; por eso, a pesar de ser sábado y
quincena, el barrio Santa fe luce como si fuera el marco de un partido entre
Equidad e Itagüi: desolado a no ser por quienes ahí trabajan y otros pocos que
aspiran divertirse.
Luego de caminar 20 minutos desde
La Torre Colpatria y atravesar siete cuadras empantanadas Andrés llega a la
Avenida Caracas. Inicia la zona de tolerancia de Santa fe. Lo reciben dos
fuentes de delfines grises de los que no sale agua y cuatro mujeres trans con poco
menos de veinticinco años. Visten tacones que no dan abasto para el tamaño de
sus pies. A dos de ellas el brasier es lo único que los protege del inclemente
frío, el brasier y una minifalda en jean; la tercera lleva puesto un vestido
negro que se ciñe a su voluptuoso cuerpo para resaltar la cirugía de aumento de
busto y cola; y la última, la más alta, usa un vestido beige con el mismo fin
del negro. Andrés acelera el paso y deja atrás los delfines y las cuatro
jóvenes a medio vestir sin decirles nada.
“Vamos a El Castillo, y luego a
La piscina, a ver qué tal está la cosa” comenta Andrés mientras sigue andando
con los zapatos y el cabello mojados, pero conservando el calor del Piel Roja
que aún fuma.
El Castillo es un burdel ubicado
en la esquina de la calle 23 con Av Caracas. Un edificio con 4 pisos, de
fachada gris que en algunas partes se torna amarillenta, tiene cuatro
reflectores que iluminan la entrada y un grupo de porteros de chaqueta azul,
pantalón y zapatos negros que requisan desde los tobillos hasta el cuello a
todo el que quiera ingresar. Andrés sube los cuatro escalones de la entrada,
accede sin problema a la requisa y sus ojos se desorbitan al ver que junto a él
hay un cuarto repleto de mujeres, algunas más delgadas que otras, a criterio de
él unas muy feas, pero sea cual sea su estereotipo de belleza, el impacto
visual de tantas mujeres sin más ropa que su propia piel lo motivó a pasar la
puerta de madera en forma de arco y entrar al interior del Castillo.
Como si el frío de afuera que
hela los huesos muriera tras pasar la puerta y el mundo lúgubre de la calle se
inyectara dosis de Alicia en el País de las maravillas, la vista se llena con
luces de neón y los oídos de electrónica, veinte mesas a la izquierda y veinte
a la derecha, en medio una pasarela con dos tubos grises, además, un segundo
piso que aún no abre, amigos que ríen sosteniendo una Póker o un whisky en sus
manos, mujeres que sacuden sus culos en las caras de los hombres para
hipnotizarlos y llevarlos a la cama. Los ojos de Andrés tratan de recorrer todo
el lugar, como buscando algo, finalmente lo encuentra, baja un escalón y gira a
la izquierda, pasa por el frente de dos mujeres que ni lo miran y llega a la
barra de trago:
-¿Qué vale la cerveza?- Pregunta
-Cuatro mil hasta las 12p.m.-
Responde la mujer que atendía.
-Deme una Póker- pide finalmente.
Andrés gira y camina un poco, esta
vez no pasa entre dos mujeres sino entre siete que están de pie junto a una
escalera, sigue andando hasta encontrar una mesa desocupada (fácil de hallar
ese día), coloca la cerveza y se sienta. A su alrededor puede contar veinte
mujeres, unas acompañando a los caballeros y otras como esperando a ser
llamadas. Hay también dos hombres solitarios, uno en cada mesa, sus damas de
compañía son dos cervezas que ya se tomaron.
Junto a la mesa de Andrés hay
cuatro amigos reunidos que con dos botellas de whisky y una de agua ven con
deseo a las mujeres que de vez en cuando pasan cerca para ir al baño. Uno de ellos
gira la cabeza, levanta el brazo y deja extendidos los dedos índice y corazón
que mueve hacia arriba y hacia abajo. Casi al instante aparece una mujer con la
piel bronceada desde la frente hasta los dedos de los pies, con un jean que
parece a punto de explotar por el tamaño de sus glúteos, tiene la cintura tan
pequeña que con algo de esfuerzo se podría agarrar con las dos manos y cubrirla
en su totalidad. Al igual que el jean, el brasier sugiere estar a punto de
soltarse y perderse en el tiempo. Antes de sentarse los cuatro hombres se
paran, ella les da la mano y uno de ellos ofrece su silla y se sientan a
charlar, brindan, dejan sus copas sobre la mesa y se oye un llamado:
“Continuando
con el show de la noche, recibamos con total energía a:
Melany
Shakiraaa”
El volumen de la música sube
hasta que vibran las botellas de cerveza, Melany, una rubia teñida de tez
blanca y largas piernas, aparece en escena con unas botas negras de tacón alto y un vestido de baño gris con lentejuelas. Se dirige al
primer tubo: lo mira, lo siente, le baila, lo coge, lo lame, lo frota y lo
huele mientras se mueve al ritmo de la electrónica. Sigue bailando y deja el
tubo, está en la mitad de la pasarela y por momentos la máquina de humo produce
tanto que no deja verla, pero sus ojos cafés y mirada desafiante se cuelan dejando
que Andrés la contemple, está arrodillada y sacude el pelo, sube de a poco
mientras mueve sus nalgas y busca el segundo tubo, lo encuentra y se lanza
hacia arriba como alcanzando el cielo, está en la cima del mundo, de su mundo, del
de Andrés y del que la puede ver, sigue en la cumbre y desciende como un ángel,
un ángel con un culo endemoniante que es rendición y redención a la vez para
quien lo contempla. Regresa al primer tubo y sale de la pasarela, nadie
aplaude.
“Seguimos
con la segunda parte del show:
Desnuuuuuudoooo Toootaal”
Shakira regresa al escenario luego
de beber algo de agua, se despoja del sostén gris con lentejuelas y se
descubren sus pezones rosados y duros. Continúa bailando, desfilando por la
pasarela luciendo su cuerpo, de repente se sienta, acomoda su espalda sobre el
suelo y sube las piernas, recoge una mientras estira la otra y desliza sus
dedos por el pecho, los baja por el abdomen, recorre el ombligo y llega a la
tanga, la estira y mientras sube sus piernas despacio se va quedando desnuda,
la arroja al vacío y se pone de pie, le da la espalda a Andrés y se inclina
hacia adelante como queriendo tocar con las manos la punta de los pies.
Segundos después recupera su figura recta y baila hasta llegar al tubo, se
queda al lado y al mismo tiempo que levanta sus manos para agarrarlo inclinando
el cuerpo, su pierna izquierda queda a 160 grados atenazando el fierro de metal
y sus firmes nalgas van hacia adelante y hacia atrás al ritmo acelerado de una
electrónica cada vez más provocante. Los hombres beben sus copas para que la
saliva pase sin dificultad. El de Shakira es un culo que hipnotiza masas.
Algunos minutos más tarde el show acaba y los aplausos y chiflidos acompañan la
salida de esta diosa del tubo, que antes de dejar la pasarela pone sus manos
sobre la pared de salida para descansar, está extasiada.
Andrés ya acabó su cerveza, a su
lado baila reggaetón un tipo tan alto como Messi con una mujer tan baja como
Carolina Cruz, ella, de traje negro ajustado dejando ver un poco de las líneas que
dibujan la unión del posterior con las nalgas se voltea, coloca las manos sobre
la mesa e inclina su culo hacia atrás, lo frota contra el blue jean del hombre
y este, con una sonrisa nerviosa y morbosa le dice que se levante, hablan algo
más y ambos ríen, luego, ella vuelve a darle la espalda, sus labios se fruncen
y arruga la nariz, desorbita los ojos, siente asco, está incómoda. Segundos más
tarde su rostro recupera la forma delicada, tranquila y provocante del comienzo
y vuelve a girar, algo se vuelven a decir y ella se sienta en una mesa junto a
aquél hombre.
El panorama de la anterior escena
no dista de las demás, parece la locación y el momento en que se graban varios
videos de reggaetón a la vez. Al otro lado, cruzando la pasarela hay tres
hombres junto a dos mujeres que bailan y se besan para provocar a sus posibles
clientes “Para ellas todo lo que nos excite es útil. Lo que para nosotros es
deseo para ellas es una herramienta” dice Andrés tras ver la escena de las dos
mujeres que se besan y se tocan “Vamos a la piscina, ya me aburrí” gruñe
finalmente.
La piscina es el burdel más
famoso de Bogotá, su reconocimiento ha llegado a tal que en 2006 fue escenario
de la película colombiana “Soñar no cuesta nada”. Queda en la calle 23 con
carrera 15, en frente de El Castillo y junto a una peluquería.
Andrés sale del Castillo sin
extrañar nada de lo que deja atrás, vuelve a pasar por el cuarto repleto de
mujeres pero esta vez sin notar su presencia. Afuera sigue lloviendo, cruza la
calle y pregunta: “Amor ¿Por dónde llego a La Piscina?”, “Por la del
parqueadero” contesta ella señalando la Avenida Caracas hacia el norte. Andrés
sigue caminando, levanta la cabeza arrugando los ojos para que las gotas no le
impidan ver y reconoce el gran letrero en luminarias azules y rosadas “LA
PISCINA, CLUB INTERNACIONAL”, entra por el parqueadero que no contenía más de
diez carros, llega a la entrada donde los empleados de logística con chaqueta
azul y pequeños visos de amarillo y naranja lo requisan, pregunta el valor de
la cerveza, le contestan que cuatro mil pesos y sigue caminando. Baja unas
pequeñas escaleras y lo recibe un letrero que dice: “Fiestas de cumpleaños”.
Para festejar un cumpleaños en la piscina hay que hablar con “Jhonny” el DJ del
club que se encarga de seleccionar una zona VIP para los invitados de la
fiesta, por cada dos botellas de cualquier bebida, La Piscina envía a una chica
para que acompañe a los invitados. La botella más barata es la de tequila que
cuesta ciento cincuenta mil pesos y la más cara la de whisky con un valor de
doscientos sesenta mil.
Andrés gira a la izquierda,
avanza dos metros y vuelve a voltear al mismo lado, entonces, y con más luz que
en el Castillo, se respira aire húmedo y la gran atracción del club se hace
visible: Una piscina de más de quince metros que divide el oriente del
occidente, sobre ella hay un puente metálico con barandas grises y un espacio más ancho en el medio para que las
mujeres bailen ahí parte de su show. A los lados de la pileta hay dos
plataformas con un tubo en la mitad de cada una. En el centro del puente una
mujer desnuda hace el show del momento, mueve su cuerpo tímidamente, la grasa abdominal
es visible cuando las caderas y el estómago le tiemblan, las nalgas no resaltan
su figura, lo único que la hace diferente a las demás es que no tiene ropa.
Termina su show y nadie aplaude. Uno de los empleados la cubre con una bata
rosada como de boxeador.
Sentado y luego de pedir una cerveza
que no costó cuatro mil sino seis mil Andrés contempla a una rubia delgada y
piel canela con varios tatuajes en su cuerpo, uno de ellos en la pierna derecha
que cruza. Ella habla con un hombre menudo en estatura y sonríe de vez en
cuando. Andrés bebe un sorbo y dice “Si ese tipo no la concreta yo sí le hago”.
Mientras tanto el DJ anuncia a la siguiente participante en el ring de La Piscina:
“Un
aplauso para Sofíaaaaaaa…
La
Maquinaaaaariaaaa”
Sofía llega hasta el centro del
puente, lleva un traje de baño fosforescente que cambia de color según la
intermitencia del strober, a veces es rojo, verde, amarillo, fucsia, el bikini
parece un camaleón sobre el terreno etéreo de su cuerpo. En La Piscina aún no
suena electrónica, las mujeres bailan a ritmo de reggaetón y Sofía parece
coreógrafa de Daddy Yankee, movimientos de cadera inimaginados señalan el
recorrido de los ojos de quienes la ven. En su mano derecha sostiene un bon bon
bum rojo que lame mientras se mueve. Sujeta el nudo del sostén, lo desata con una
facilidad que casi ni se nota, lo arroja al suelo y toca sus pechos, sus
pezones color marrón y desliza las yemas de los dedos por todo el cuerpo,
acariciándolo, reconociéndolo. Coloca las manos sobre la baranda norte del
puente, saca el culo y vuelve a moverlo en círculos, con la mano derecha baja
la tanga y en dos segundos su cuerpo desnudo, como trazado por un compás, queda
a la vista de todos. Aún tiene el bon bon bum en su mano, lo lame, lo baja
despacio hacia su sexo y lo frota mientras cierra los ojos y muerde los labios.
Baila unos minutos más y acaba la música, todos en el club la aplauden y dos
empleados se acercan y la tapan con una bata verde.
Andrés mira hacia atrás, gira la
cabeza hacia la silla vacía que tiene al lado y la mujer delgada, pequeña y con
tatuajes de hace un momento se sienta a su lado. Él le pregunta cómo va la
vaina y la invita a una cerveza, ella sonríe, le da la mano, dice que se llama
Dayra y le va bien, también que veinte mil de cualquier servicio van para la
casa y ella se queda con el resto. Andrés consulta su bolsillo y se encuentra
con cuarenta mil pesos, ella le dice que una hora le cuesta ciento cincuenta
mil, él le insiste en que si con los cuarenta mil puede aunque sea comprarse
una “mamada”, ella le dice que claro, y que además le daba un tour por la casa.
Andrés se para de la mesa, ella lo coge de la mano y andan hacia la registradora.
Piden el nombre de la puta para anotarla y ella duda, no recuerda qué le había
dicho a Andrés, pero segundos más tarde consigue acordarse. “Son sesenta mil,
por favor” Andrés abrió los ojos y dijo “¿Pero no eran cuarenta?”, Dayra le
contestó en tono serio: “Sí, cuarenta mil para mí y veinte para la casa”, “Ay,
pero es lo que tengo, ¿no se puede así?” agregó Andrés, “No” dijo Dayra. Andrés
regresó a la silla, aburrido.
El tercer show de la noche estaba
a cargo de “Pocahontas”, mujer de pelo castaño y necesitada de bronceado, con
senos redondos que no cabrían en la mano de un adulto a no ser que se ayude con
la otra.
“Ahg, ¿Tener que pedirle rebaja a
una puta por una mamada? Eso es triste, vámonos a ver qué conseguimos por ahí,
pero que me gasto estos cuarenta mil, me los gasto” replica Andrés y abandona
el club.
Afuera sigue lloviendo, baja una,
dos cuadras y se da cuenta que entre más lejos de las esquinas las mujeres son
distintas, las voluptuosas mujeres del Castillo y La Piscina no existen, muchas
de las que esperan en la puerta de un motel, o una casa, en la esquina o un
parqueadero están gordas, se les ven las estrías, el cansancio, el desespero.
Mientras que en los dos establecimientos de sexo más importantes de Santa fe
las mujeres esperaban a ser llamadas, a fuera, en la periferia las mujeres
buscan a sus clientes, Andrés oye frases como “Venga papito, ¿Quiere que le
presente a una amiga?, no camine tan rápido, vea todo esto para usted” No lo
alienta que el producto le hable, quiere seleccionar, así que desanimado y
luego de fumar otro Piel Roja en la esquina de la carrera 16 con calle 23
decide irse, sin cumplir su objetivo, sin sanar la angustia y el desespero que
a veces produce llevar cuatro meses sin tener sexo.
Camina hacia el oriente, ve a
cuatro hombres en la esquina que hablan, desconfía de ellos y cruza la calle,
mira hacia atrás y sigue caminando, de pronto, vuelve a voltear cuando una voz
ruda le dice “Quieto gonorrea”, esas dos palabras fueron el detonante en la
energía de las piernas que menos mal no
se gastaron en alguna puta y sirvieron para correr y escapar de los ladrones,
los cuatro hombres que antes esperaban lo persiguieron pero él logró zafarse,
siguió corriendo hasta llegar a la Avenida 19, parecía que los cuchillos que
llevaban los atracadores no lo perturbaban y fue entonces cuando dijo: “Voy a
volver, buscaré a Dayra y me la follaré, me dejó con esa espinita que quiero
sacar”.
Llama a un amigo que vive cerca,
coge un taxi que la cobró cinco mil pesos y duerme en un sofá arreglado para
visitas, herido por no haber tenido la plata suficiente para conseguir los
servicios de Dayra, y con el propósito de regresar, buscarla y follarla.