Las cosas cambian. Ya no hay angustia enfermiza sino ansiedad
esperanzadora. Las nubes no tienen forma de pasado y el desayuno ya no sabe a
preocupación. Las cosas cambian.
Los lugares favoritos volvieron a ser seguros, las batallas se
libran en muros ajenos, acá ya no cae ni la esquirla de una indirecta y mi
trinchera está protegida por un ángel hecho de pasta.
Las cosas cambian y parecen irreconocibles. Los tragos
amargos se volvieron insípidos, el insomnio ahora es voluntario, los problemas
se disipan suaves como soplo a diente de león y la fuerza de voluntad por fin
entró al gimnasio. Las cosas cambian y nunca más serán iguales, por fortuna.
Cambian los discursos. Desescalar el lenguaje tuvo sus
frutos y las palabras “viaje, aurora, baile, postre, fideo y pechos” remplazan términos obsoletos como “imposible,
desastroso, tóxico, estancado y frustrado”. Los diálogos se bailan en la sala, la
comisión de paz es una pequeña expedición a su habitación y la restitución se efectúa
con un abrazo por la espalda.
Las oportunidades se volvieron tendencia y los lamentos
errores 404. Algunos recuerdos se van directo al spam y aparece la vacuna contra
el stalkeo.
Los miedos son más peligrosos que Pacho Santos con un teaser.
Nos vuelven vulnerables como la defensa de Millonarios y nos acosan como el
defensor del pueblo. Acumular temores es más peligroso que un tuitero
vengativo. Pero un día las cosas cambian. De la nada aparecen los motivos
debajo de la almohada y el primer aliento del día es más fuerte que Chuck
Norris. El tiempo avanza y los planes in-creíbles son más certeros que nunca.
El camino de la vida parece recién pavimentado.
Ahora los días tienen el cabello rubio y dan besos chiquitos.
Pronuncian con dificultad la letra Ñ y hablan como si estuvieran cantando. Las
cosas cambiaron, y cambiaron para bien.