-Daniel, Daniel- alguien dice-Daniel, Daniel- repite durante algunos segundos. Es una voz dulce, agradable, me atrevo a decir que es la de una mujer, pero no estoy seguro.
Estoy en mi cuarto, intento concentrarme en el timbre, el tono, el acento de aquel ser que clama mi nombre, el sonido de su voz en complacencia con la brisa que se cuela entre los bordes de la ventana determinan mi impaciencia. ¿Quién me llamará? Me levanto de la cama, voy hacia la ventana y sólo veo la luz de una ciudad sin luz, el movimiento de seres inertes, la invitación a ser parte de ellos. –Daniel, Daniel- alguien dice.
Es de madrugada, las 6:00am indica el reloj que está junto a la cama, yo sigo de pie en frente de la ventana. La ciudad no cambia mucho, sólo que la luz de la ciudad sin luz es más clara, y lo muerto ya no se ve tan muerto. Apariencias, el mundo aparenta moverse, finge estar con vida, simula una realidad que progresa, simula ayudado por la luz que del sol llega, un presente deseoso de futuro, ¿pero se le ocurre al mundo pensar que alguien no quiere futuro?, ¿que desde su ventana ansía el momento en que tras un arranque de valor (porque para suicidarse hay que ser valientes) salte y tras unos segundos de esperanza pueda dejar de pertenecer a ese mundo inerte? No lo digo por mí, lo digo por todos aquellos que ven cómo se les pasa la vida, que sin necesidad de saltar ya están muertos.
En un mundo muerto falta quien se dedique a desechar lo que lo pudre, y ¿a quién le importa que se pudra algo que está muerto?, a alguien que lo ame, que ame tanto la vida, como la muerte, que no conciba la podredumbre como digna de compartir eternidad con algo que fue vida. Como quien cuida un cementerio, alguien que proteja el silencio, que guarde las desilusiones, y lo más importante, que lo deje morir en paz.
Sigo escuchando la misma voz cada noche –Daniel, Daniel- alguien dice-Daniel, Daniel- repite durante algunos segundos. Es una voz dulce, agradable, me atrevo a decir que es la de una mujer, pero no estoy seguro.